Cerré la tranquera y me acomodé en el asiento trasero del auto para saborear el pan recién horneado por los hijos de Gallina. Estaba deliciosamente esponjoso y el hambre me carcomía las entrañas. La Negra se detuvo en el vado para ver si la creciente había cedido. Ya no quedaban paisanos de La Candelaria del otro lado, tampoco la policía bloqueaba el paso.
El auto siguió bordeando la falda de los cerros. La noche era cerrada y los faros del vehículo iluminaban los pasos de la gente que caminaba rumbo al polideportivo. La procesión se realizaba en total oscuridad debido a la ausencia de alumbrado público.
Nos detuvimos frente a la única cancha de futbol –una zona relativamente alta-, y caminamos entre la maleza con los celulares en mano buscando una señal que no llegó. Llevábamos 2 días de desconexión total.
Cinco minutos después nos detenemos frente al pórtico de la capilla: la sala está abierta e iluminada con lámparas blancas y amarillas. Reina el silencio sepulcral de siempre. No quedan rastros de la maratónica jornada de bautismos y comuniones que hoy movilizaron al pueblo como cada 6 de enero.
Frente a la capilla está la comuna y, a su lado, el polideportivo. Ante el portón que bloquea el ingreso hay puestos de venta ambulante atendidos por jóvenes africanos negros. La esposa del intendente cobra las entradas, invita a pasar y hasta te ofrece una mesa.
Sobre el playón de cemento se extienden hileras de tablones de madera y mesas de plástico de esas que abundan en patios y jardines. Hay un escenario a 2 metros de altura de la pista y 3 metros más arriba un enorme tinglado de zinc: la última gran obra del jefe comunal.
Todavía es temprano. Los lugareños, repartidos entre las mesas, se dedican a charlar sin quitar la vista del escenario a la espera de que aparezca la animadora anunciando el comienzo de la fiesta. La ansiedad viene ganando la partida.
Me ofrezco a buscar algo de comer y mientras atravieso el playón hacia la barra esquivo niños y perros. Los paisanos, hombres de rostros duros curtidos por el sol y el trabajo en el campo, me miran con interés: la cara, el cabello, las ropas de forastero. Por un momento me acuerdo de los africanos que liquidan anteojos de sol meidin china en la puerta del predio.
Menú: choripán y vino toro –en caja-. Se abre con los dientes y se rebaja con coca para diluir el efecto etílico. Suena música en vivo. Los primeros bailarines se arremolinan sobre un planchón de cemento que hace las veces de pista improvisada.
El grupo quitapenas es el número de fondo. Su líder -un sexagenario delgado de pelo blanquísimo que le cae sobre los hombros-, disimula el paso del tiempo con una camisa abierta a la altura del pecho, jeans ajustados y el oleaje de su abundante cabellera. Se mueve –decidido- entre sus músicos: baila y se sacude todo el tiempo como si no pudiera detenerse, como si fuera a caer rendido si lo hiciera.
Más allá del escenario las parejas dan vueltas por el playón al ritmo de la cumbia, el cuarteto, la tarantela, como si se tratara de un gran plato giratorio. Está el que baila estrechando los hombros pero los pies no le responden, está la chica de las mejillas encendidas que baila un chamamé eterno amarrada a su compañero, está la pareja de ancianos que apenas mueve los codos y sonríen a los que pasan a su lado, están los muchachones que bailan entre sí, a un costado, a falta de compañeras de baile y también está un borracho de panza prominente que busca pelea a quien se acerque a menos de dos metros de él o de su mujer.
En lo que resta de la noche no volverá a repetirse la comunión de tantos bailarines: Los Minaqueros pondrán toda su potencia vocal para seducir a un público que recibe con cierta indiferencia la impronta chalchalera de los guitarreros.
Falta tunga-tunga. El folclore juega de visitante en este territorio campesino y cordobés.
La fiesta patronal llega a su fin. Con el ave maría de fondo, aparece entre amplificadores y pies de micrófonos un pesebre viviente encabezado por la mujer del intendente ahora en el rol de un ángel inmaculado junto a un burro –de carne y huesos- con cara de susto al tiempo que unos esforzados reyes magos tiran caramelos masticables a los niños que se abalanzan contra el escenario pidiendo más y más.
Haciendo dedo en el cruce
En un paraje donde solo se ven perros y motos conseguir transporte al pueblo vecino es todo un desafío. El dueño de la única camioneta oferta 90 pesos por el traslado. Nos negamos. Queremos hablar con algún transeúnte que nos indique alguna referencia pero en plena siesta ni las moscas se asoman. Camino junto a la ruta hasta que veo una puerta abierta, ingreso sin anunciarme y los parroquianos dejan de reír, de hablar, de tomar vino y uno de ellos baja el volumen del televisor. Esperan que hable. Les digo. Dos cuadras después, donde se diluye el poblado, está una pulpería del siglo XXI: unos pibes juegan billar, dos jornaleros arrugados como tortugas beben vino con coca y desde los fondos emerge una enorme panza con una cicatriz de apendicitis del tamaño de una lombriz amazónica. Un paso más atrás viene su dueño, el remisero del pueblo, conductor de un fiat palio rojo que es la debilidad de su hijo adolescente. “Son cien”, dice el gordo con su mejor cara de fastidio. Fue un error levantarlo de la siesta.
Para llegar a este enclave escondido en el noroeste cordobés debimos tomar un colectivo, hacer un trasbordo en Cruz del Eje para llegar a la desolada La Higuera, caminar hasta el desvío y hacer guardia por tres horas hasta que un visitante de Villa El Libertador, hijo de una comadre del pueblo, detuvo su auto en medio del camino y, tomándose todo el tiempo del mundo, nos recogió con su mejor sonrisa. Nuestros bártulos fueron a parar al baúl junto al cajón de coca-cola y una bolsa de harina repleta de varillas de pan. Estábamos –ella y yo- felices. Nuestro peregrinaje por fin se hacía realidad.
Epílogo
Cruz de caña es la paz hecha camino de tierra, monte de espinillos, aguas frías y claras. Es un atardecer de enero de luciérnagas apuradas y motociclistas que no tienen dónde ir. Es un pedacito de tierra debajo del algarrobo donde domar las brazas de un asado para saborear con las manos. Es el crepitar del agua con la crecida y su mansa melodía en las noches de luna llena. Es un promontorio de estrellas fijadas sobre el cielorraso de la vía láctea.
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